jueves, 21 de noviembre de 2013

¿Cómo puede ser que nos hayamos acostumbrado a aberraciones tales como que mastodontes metálicos nos lleven por encima de las nubes o que pequeños artefactos eternicen nuestra imagen digital o analógicamente y tantas otras cosas? ¿Cómo somos capaces de naturalizar lo que es contra natura y desnaturalizar, por ejemplo, la poligamia y la violencia, entre muchas otras características intrínsecas al humano como mamífero? Presumo que es la cultura, el estar atravesados por algo que ya no podemos siquiera discernir. En lo personal muchas veces me siento bastante cerca de la mujer de la caverna, que espera ansiosa al macho que viene de cazar, con el fuego prendido y los niños alrededor. Podría molestarme pero no. Ya no.

Los aviones suelen serme indiferentes, solo un medio incómodo al que llegar a destino. Si viajara en primera tal vez me sería más placentero pero no es el caso. Lo que sí adquirí es un poco de miedo en las turbulencias. Por algún motivo que desconozco, los aviones a los que me subo últimamente se mueven más de lo que me gustaría. Leí completa la Gatopardo en papel, cosa que no hago jamás, ojeé un diario y hablé con mi marido. Pasó rápido.

Las Vegas es un verdadero lugar de mentira. Anclado en el medio del desierto, construida ex profeso para que los adultos tuvieran una ciudad entera para recrearse sin culpa, cumple su propósito a rajatable.   El Excalibur, por ejemplo, es como un castillo medieval para chicos, el Luxor es una pirámide egipcia, el Venetia tiene canales y así. El Disney de los grandes.

El Mandalay Bay es, como todos, un hotel casino.Los ascensores están en el medio de la noche eterna, rodeados de una luz rojiza, ruido y música y gente atrapada frente a maquinitas que solo le va a generar problemas. Chupan, fuman, se olvidan del tiempo y el tiempo se olvida de ellos. El mito de que lanzan oxígeno tiene que ser cierto: en Las Vegas te sentís más despierto que nunca sin necesidad de consumir ninguna droga dura.

Hice la cola para el check in mientras D buscaba las entradas para la cena y la premiación de hoy a la noche. El hotel es enorme y tiene adosado otro hotel que, muy redundantemente, se llama The Hotel. Ahí, al menos, el lobby no se fusiona con el casino. Nos tocó el piso 31 y para poder acceder a los ascensores tenés que mostrar tu "llave", ahora una tarjeta que tenés que mantener lejos del celular y las tarjetas de crédito para que no se desmagnetice. Las habitaciones son todas iguales, cómodas y de bastante buen gusto para la locación. Dejamos el equipaje, usamos un rato nuestras computadoras y salimos hacia un shopping. Estados Unidos de América te empuja a consumir, tengas o no la tendencia. Es un efecto que solo se da acá. Compramos lo que pudimos porque el consumo es ajeno a nuestra naturaleza, comimos unas ensaladas horribles ahí mismo y volvimos para producirnos porque a las siete teníamos que estar en el cocktail precena.

Todos los años, los Grammy Latinos eligen a Person of the year. Hace dos años vinimos y era Shakira, este año Miguel Bosé: diversos artistas latinos hacen versiones de las canciones del homenajeado. Retoqué las uñas de los pies, me puse el vestido largo animal print, me maquillé y salimos. Por suerte fue todo rápido y leve. Después de que atravesáramos la cola de las acreditaciones, una de las organización me confundió con la Mala Rodriguez. Cuando le dije que no se disculpó cincuenta veces, muy gringo style. Hubiera querido decirle que su error me causaba mucha ternura pero no lo hice.

Ya en el cocktail no sufrí: mi outfit estaba muy a tono, encontramos grupito de pertenencia, tomé unos tragos del gin tonic que la bartender preparó con cariño nulo y, sin que me diera cuenta, subieron los telones para que entráramos al salón. Nuestra mesa, la once, estaba en la misma fila que la de Miguel pero en una punta. En el 2011 estábamos atrás de todo así que esto fue un verdadero upgrade. Cuando llegamos ya estaban sentados dos señores. Uno nominado (se identifican porque llevan su medalla colgando, todos muy orgullosos) y su padre. D les habló un poco mientras yo, haciéndole honor a la época, me sumergía en mi teléfono. Cuando él se levantó para saludar gente, yo comí muchos panes y escapé a fumar. Un mesero, muy amable, me dijo en secreto que pasara por la cocina y preguntara por la terraza para los empleados. Así hice. Todos fueron muy simpáticos.

El primer plato era un ceviche extraño, el segundo un lomo, y el postre constaba de tres cosas distintas que casi no perdoné. La gente bien no come tanto. Yo sí. Entretanto se sentó al lado mío un gringo pelado con una barba canosa larga a quien me disponía a ignorar también pero insistió con una simpatía inusitada en saber quién éramos y qué hacíamos. De lo más simpático, era manager del señor que venía con él, un cantante de latin jazz al parecer bastante conocido. Charlamos hasta que empezó el show. Los artistas latinos suelen despertarme interés nulo excepto pero conozco a muchos por cuestiones laborales de mi cónyuge. El highlight de ayer fue sin duda Ricky Martin, cantando Bambú con una onda que se caíga, carisma y buena onda. Le amé. Después divertido pero nada para destacar, excepto las dos canciones que cantó el propio Miguel Bosé al final, una reina.

La noche siguió un rato más, con ropa más cómoda e informal, en el Hard Rock viendo un show que se llama The producer. Saliendo del hotel ya no hay oxígeno y después de veintidós horas ininterrumpidas de actividad, el cansancio se nos cayó encima como un yunque.

Tengo que vestirme ya mismo porque la ceremonia de premiación de la categoría de D es a la una y media. La ceremonia televisada parece que empieza a las cinco. Volver a ponerme tacos de por sí me parece mala idea, con este clima lluvioso y de neblina todo empeora. Pero no hay opción: a volver a producirse y salir a la cancha. Al fin y al cabo es solo una vez al año.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Los viajes empiezan cuando salís de tu casa. Ni antes ni después. Cuando viajás poco o sos chico, la emoción de dejar tu hogar y empezar el trayecto te toma la panza. Cuando viajás más o menos seguido, el ritual de todo lo que implique avión te parece una pesadilla. Acá estoy, en el lounge de Aeroméxico que es levemente mejor que el de Amex aunque la comida deja muchísimo que desear: solo granola, unos panes dulces, fruta, yogur, jugo, café y tés. Eso sí: cervezas de todo tipo y gaseosas bien frías. También vino. El paraíso de un alcohólico.

Son las ocho y cuarto de la mañana. Salí sin bañarme porque el pelo mojado tan temprano es un peligro. En este momento D medita en el sillón de enfrente mío. Acabo de terminar el último trago de mi segundo café con leche. Ahora hay más gente. Como no son vacaciones no hay niños, el flagelo de cualquier viajero. En general me cruzo con hombres que viajan por trabajo. Sobre todo si es domingo a la tarde: casi todos. Los ves con sus computadoras o leyendo el diario, hablando con las esposas, mirando alrededor sin mirar. Cuando estoy sola los observo, armo historias. El Platino de Amex de Buenos Aires es ideal para eso porque es chico, apretado y con luz natural. De todas maneras parece que lo están refaccionando. En este, grande, sin ventanas y con luces tirando al amarillo, la disposición no ayuda. Además, estoy con D que, aunque no me hable, está y no es lo mismo.

Viajar solo de toda soledad es otra historia. Es como un desafío. Lo hago un par de veces al año y lo disfruto enormemente. La vuelta de este viaje será sola porque D se va directo a Río. Siempre fui la que elegía el asiento sola en los viajes familiares, la que se ponía el walkman o discman según la época, la que prefiere no hablar aunque parezca lo contrario. Cuando subo al avión me abstraigo. Duermo o escucho música y nada me importa. Ni siquiera miro al que tengo al lado.

El vuelo sale a las nueve y media. En unos minutos vamos a tener que ir yendo. Jamás entro a un freeshop, no entiendo bien qué compra la gente ahí porque no consumo ni perfumes ni maquillajes y llevar bolsas sueltas en el avión me deprime. De todas maneras, mi carry on es lo más ridículo y decadente que hay en el mercado. Debo deprimir a más de uno.

En fin.
Las Vegas, allá vamos.