lunes, 12 de mayo de 2014

Durante años pensé que había domesticado al miedo. Tal vez trascendido. O mejor, durante un tiempo -no tan largo- me engañé, alegre, creyendo que lo que había perdido era ese sinsentido primigenio, tan arraigado desde los once años, tan poco sutil que da vergüenza. Puede que miedo y sinsentido vayan de la mano, no lo sé. Aunque arriesgaría que no. Que tal vez sean solidarios pero no necesariamente.

Soy una loquita. Ayer me di cuenta. Como una epifanía tardía, infantil pero lúcida, lo dije así: soy una loquita. Y lo peor: sin talento. Porque hay grados de locura tolerables porque los acompañan dosis de genialidad. Brillantez. No es el caso.

Un desasosiego intermitente. El miedo. La cobardía concomitante.

La única certeza: la quietud. Como gran defecto también.

Replegarse. Volver. Pensar. La abstracción como una condena. El ¿para qué? tan remanido y vigente a la vez.

La angustia.

Completo con el quinto de Mad Men de la séptima temporada.

Así las cosas.